Feb 2009
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El segundo acto lo protagonizan los nuevos demócratas norteamericanos que consiguen seducir al centro-izquierda europeo con unas tasas de crecimiento insólitas desde los años cincuenta (muchos de ellos se han incorporado al gabinete de Obama). Se hacen la siguiente pregunta: es verdad, ha llegado la hora de la demanda sin la cual el capitalismo no iniciará jamás una nueva senda de crecimiento pero ¿cómo hacer para relanzar la economía sin subir salarios, es decir, sin invertir el cambio de ciclo histórico iniciado por los neoconservadores en los años ochenta? Wall Street se ofrece voluntaria a través del Robert Rubin y del National Economic Council creado por Clinton: ¡dejad que nosotros creemos una nueva riqueza transformable en consumo sin recurrir a los salarios! Con los años la cosa acabó funcionando. El crecimiento económico se disparó en los noventa seduciendo a todos los gobiernos occidentales sin excepción, silenciando a todo el que hablara de las desigualdades que estaba creando e incluso consiguió ablandar el hueso duro del capitalismo europeo: su modelo de relaciones laborales y su sindicalismo de clase5.
¿Cómo consiguieron hacer funcionar esta lámpara maravillosa que proyectaba un escenario definitivo para las tesis del centro-derecha/centro-izquierda asentando el bipartidismo, corroyendo de forma lenta y segura a toda la izquierda occidental? ¿Cómo se pudo crear un orden en el que los trabajadores pueden gastar sin pedir subidas salariales, las clases populares quedan encadenadas al destino de la bolsa y los multimillonarios no son impugnados ni tan siquiera por las clases perdedoras? Desde luego no era suficiente con que la bolsa subiera un poco más que en los ochenta pues había mucho, mucho valor nuevo que crear de la nada si lo que se quería era dinamizar la renqueante demanda. La bolsa tenía que convertirse en el principal catalizador del crecimiento económico, en el apaciguador definitivo de la lucha de clases en sintonía con esas nuevas hipótesis del fin de la historia que circulan tras la caída del Muro. Los asesores de Clinton nos revelan el secreto del circulo virtuoso de Wall Street6: “créense las condiciones (fiscales y monetarias) para que los muy ricos le den un empujónm cualitativo a la bolsa, para que provoquen una especie de big bang en Wall Street. Contrólese la inflación por encima de todo y bájense los tipos de interés. Los ricos deben hacerse más ricos jugando a la bolsa, pero aunque efectivamente es difícil hacerles gastar aún un poco más en barcos, villas y obras de arte, no se preocupen: con que se gasten un 4% de las nuevas plusvalías generadas se producirá un efecto multiplicador. No será muy importante pero servirá para crear puestos de trabajo –mal pagados– para futuros participantes en el juego de la bolsa. Esto provocará un empuje definitivo en Wall Street, una escalada definitiva y sostenible. Rebajémosles, pues, los impuestos aún más a los ricos. Al ser dinero que habrían tenido que entregar de todas formas al fisco, pueden emplearlo en negocios arriesgados sin poner en peligro su fortuna”. Los nuevos demócratas lo toleran todo con tal de que la bolsa suba rápidamente: que las empresas maquillen balances con nuevas técnicas de contabilidad, que no existan agencias de evaluación independientes, que se acepte el refugio de grandes fortunas en centros off shore (11,5 billones de dólares hacia el año 2000) y que aumenten las desigualdades sociales a escala planetaria hasta límites tenidos por imposibles7. La difusión del punto com debería hacer el resto: contribuir a elevar la productividad del trabajo y a darle un soporte firme a la milagrosa burbuja especulativa.
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Todo esto desencadenó un juego cada vez más arriesgado, destructivo y frenético con la esperaza de que dejara dividendos para sectores amplios de las poblaciones del norte. Estos dividendos, que no acierta a identificar la izquierda, son fundamentales para entender la hegemonía del neoliberalismo, su sorprendente estabilidad política. Hacia mediados de los noventa las clases medias son invitadas al banquete y hacia el final de la década lo son las clases populares. La privatización de los seguros sociales y de las pensiones obligó a cada vez más trabajadores a capitalizar sus ahorros en bolsa quedando así encadenados a su juego, a sus brockers y a sus timadores. Sus ahorros fueron captados por los grandes inversores institucionales que prometían “hacer trabajar a su dinero”, multiplicar su consumo futuro sin tener que mover un solo dedo. ¿Quién no se va a prestar a este juego irresistible? ¿Cómo no va a ser desplazada la racionalidad por la apuesta, por la cultura de la suerte y por el irracionalismo consumista cuando la riqueza parece brotar de una lámpara maravillosa? El segundo acto es el del aumento rasante de la capitalización bursátil, del despegue en vertical de los índices bursátiles, del crecimiento de unos productos financieros cada vez más arriesgados (futuros y opciones derivadas), de los mercados nada o cada vez menos regulados (mercados OCT: over the counter), de la aparición de nuevos actores dedicados a convertir cualquier cosa en activos negociables, en nuevas mercancías financieras (titulización). Se supone que la fiesta puede continuar hasta el infinito con tal de que la inflación esté controlada, aunque nadie piensa ya realmente en el largo plazo. La rápida reducción de aranceles, la creación de la Organización Mundial del Comercio en 1995, las inversiones masivas en China, el empleo de niños para producir artículos en régimen de semiesclavitud para el consumo del norte, la creación del NAFTA, la expansión de las maquilas o la afluencia masiva de inmigrantes al norte para hundir aún un poco más los salarios, obedecen a una única lógica simple y mecánica de la que, sin embargo, depende todo el sistema de reproducción política del norte: bajar los precios para que la fiesta continúe sea el que sea el trabajo y las vidas que destruya. Son los años del nuevo laborismo en una Gran Bretaña exultante de actividad financiera, de la multiplicación de las ONGs y de la caridad en un norte con cada vez peor conciencia, los años de una izquierda desnortada y a la defensiva. También son los años de la privatización de las últimas empresas públicas españolas (Telefónica, Repsol, Endesa e Iberia) que son vendidas en bolsa para convertirlas en carnaza para los grandes inversores internacionales siguiendo el modelo de shareholder value (dominio de los inversiones institucionalesn en los consejos de administración frente a los inversores dominicales). Todas las empresas, hipercapitalizadas gracias a la lámpara maravillosa, inician una agresiva penetración en América Latina gracias a su meteórico crecimiento bursátil.
Pero también el segundo acto tuvo su fin. El neoliberalismo es esencialmente inestable pues trastoca las grandes proporciones entre producción y consumo. En concreto se estrelló contra la crisis del punto com, pero debajo había más que una simple caída de la bolsa, había todo un sistema de reproducción social en peligro. La generalización de las prácticas de creatividad contable hizo cada vez más difícil saber hasta qué punto las Nuevas Tecnologías contribuían realmente a incrementar la productividad o hasta qué punto eran un farol más para vender mejor las acciones en bolsa. Nadie sabía nada realmente porque todos se habían especializado en borrar el contenido objetivo de sus propios balances con el fin de hacer atractiva a su empresa: hacia finales de los noventa la mayor parte de los activos de las empresas no guardan ya apenas relación con la realidad empírica. El valor de las empresas incluye cada vez más cosas tales como activos de marca, royalties, depreciaciones calculadas de forma arbitraria, activos anotados en balances paralelos –legales e ilegales– etc8. En realidad, el segundo acto terminó el 11-S con los aviones estrellados contra las Torres Gemelas. Era la hora de los republicanos, que consiguen evitar la recesión metiendo irresponsablemente la directa: reduciendo bruscamente los tipos de interés con tal de alargarle la vida a un juego de ruleta desbocado, ya próximo al colapso. La fórmula: radicalizar aún más todavía la política de financiarización, fomentando todavía más la negociación de productos de riesgo, como los fondos hedge cuyo valor se multiplica por cinco en seis años, titulalizando –es decir, mercantilizando– nuevos productos, como son esas deudas tan especiales contraídas por gente pobre para pagar bienes inmuebles...
(Este artículo fue publicado en el número 253 de la revista El Viejo Topo).
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*Armando Fernández Steinko es economista, profesor y colaborador habitual de El Viejo Topo
5 Fernández Steinko, A.: Actualidad y sociología política de la estrategia corporativa (I y II). En Mientras tanto, números 83 y 84, 2003.
6 B.Bluestone/B.Harrison: Prosperidad. Por un crecimiento con equidad en el siglo XXI. FCE, México 2001, pp.125ss.
7 R. Murphy: “The price of Offshore”. Tax Justice Network” briefing paper, 2005, cit. en: L. Assasi et al: Global Finance in the New Century. Palgrave, Nueva York 2007.
8 R. Palan/R.Murphy: “Tax, Subsidies and Profits: Business and the Modern State, en: L. Assasi (op. cit.)
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