Feb 2009
El neoliberalismo que ahora se desploma ha sido una maquinaria casi imbatible para la distribución del excedente de abajo a arriba. Sin embargo, no habría sobrevivido tantos años si no fuera porque: a) ha generado unas tasas de crecimiento económico nunca vistas en ciertos países desde los años de la reconstrucción posbélica; b) ha conseguido romper la alianza entre clases medias y clases populares de los años del keynesianismo; y c) porque se ha asegurado apoyos mucho más allá de sus máximos beneficiarios inmediatos: las grandes fortunas y las grandes multinacionales. ¿Cómo ha funcionado esta lámpara maravillosa y cómo es que se ha venido abajo?
El punto de partida es el conflicto entre capital y trabajo. Los gobiernos de Thatcher en Gran Bretaña y de Reagan en los Estados Unidos consiguieron reducir en los años 1980 la participación de los salarios en la renta nacional (caída de cinco puntos en tan sólo diez años) y rebajarle los impuestos a los ricos (en Gran Bretaña los recortes del tipo máximo fueron espectaculares nada más llegar Thatcher al poder: del 83% al 40%). El objetivo primero era político: quebrar el poder sindical, arrinconar ideológicamente a los fiscalistas frente a los monetaristas, que inician un largo asalto de las instituciones, debilitar, en definitiva, a la sociedad del trabajo. Sin embargo, por mucho que se sobreexplote la fuerza de trabajo alargando jornadas, demoliendo el poder sindical o desregulando las relaciones de empleo, nada de esto se traduce en crecimiento y en rentabilidad empresarial cuando la demanda crece por debajo de la productividad. La expansión exterior de los ochenta fue un primer intento de solucionar esta contradicción sin tener que mejorar salarios en casa. Pero esto no era suficiente. Demasiados países haciendo lo mismo, demasiado estrechos los mercados mundiales para colocar tanta producción adicional, demasiada competencia entre países exportadores. Thatcher y Reagan alcanzaron sus objetivos políticos, pero no así sus objetivos económicos: la destrucción de la sociedad del trabajo sirvió para mejorar el lado de la oferta, pero agudizó el problema en el lado de la demanda.
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Aunque por razones distintas, España también vive un hundimiento comparable de su sociedad del trabajo. Con la crisis del fordismo, el capitalismo feo creado por la tecnocracia del Opus Dei hace aguas por todas partes empujando el desempleo hasta los niveles más altos de la OCDE. La transición dejó intacto el funcionamiento de las empresas españolas, prorrogando un modelo productivo escasamente innovador, marcadamente autocrático y con una alta densidad de tareas-manos incapaces de arrostrar las reconversiones que tocaban. Por otro lado, la situación política obligaba a los gobiernos de Felipe González a crear un Estado del Bienestar de tipo occidental: había que hacer escuelas, hospitales, alcantarillados, había que montar nuevas administraciones centrales, autonómicas y municipales. Pero todo esto cuesta mucho dinero. ¿Cómo pagarlo cuando no se cuenta con un sistema productivo a la altura? En vez de intervenir en la sustancia empresarial –pública y privada– del país, el centro-izquierda optó por el camino menos comprometido: hacer que el ahorro del resto del mundo, canalizado a través del sistema financiero internacional, pagara el nuevo Estado del Bienestar. Aquí, en la financiarización de la economía, convergen los tres países aún cuando sus situaciones políticas fueran distintas (en algunos aspectos importantes no tanto como se piensa), tres países que encabezaron la difusión del neoliberalismo por el mundo.
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En el primer acto (años 80) los Estados Unidos utilizan su moneda privilegiada para hacer pagar al resto del mundo un keynesianismo de guerra destinado a doblegar a la URSS y a compensar la demanda usurpada a los trabajadores norteamericanos con la expansión del gasto militar. El Volcker Shock de 1979, un traumático aumento de los tipos de interés a corto plazo destinado a atraer rápidamente ahorro del resto del mundo y así poder financiar el keynesianismo de la pólvora, arrojaría a la mayoría de los países del Tercer Mundo a la miseria durante décadas. En América Latina se paró literalmente el reloj de la historia, se comprimió la clase media y lo que quedó de ella rompió su alianza con las clases populares. Los británicos, aprovechando la libre flotación de las monedas tras la cancelación de los acuerdos de Bretton Woods, le dan un buen empujón a los negocios offshore en la plaza de Londres (negocios financieros con no residentes o también mercados apátridas). Son negocios que operan con eurodólares; en plata: con los impuestos que empezaba a dejar de pagar laalta burguesía de los países capitalistas desarrollados y el dinero que las oligarquías de los países ricos en materias primas conseguían expatriar desde sus países al norte. En España, el segundo gobierno PSOE eleva los tipos de interés y revalúa la peseta con un objetivo económico similar: hacer que los ahorradores del resto del mundo financien su incipiente Estado del bienestar (“Estado del bienestar financiarizado”1). Cientos de empresas familiares son compradas y vendidas en operaciones especulativas de buy out tras ser descapitalizadas por compradores especializados en este tipo de despieces. Alemanes, franceses y británicos son, por este orden, los nuevos dueños de la parte más valiosa de su tejido empresarial y sólo se salvan pocos sectores, como la maquinaria vasca. El mismo juego especulativo se extiende a los bienes inmuebles dando pie a la primera burbuja inmobiliaria. Son los años de Boyer y Solchaga, del dinero fácil, años de gran ingenuidad en la que cayeron no pocos intelectuales2, pero años negros para la estructura productiva del país. A cambio de admitir a España en el club de los grandes deudores del mundo, los dos colosos financieros, Estados Unidos y Gran Bretaña, junto a su aliado estratégico alemán, la presionaron para que se quedara en la OTAN: si quieres que te adelantemos tu consumo tienes que hacer lo que nosotros digamos. En todas las experiencias de dominio colonial y neocolonial (la española, la holandesa, la británica o la norteamericana) la hegemonía militar ha estado fundida con la hegemonía financiera3: quien quiera endeudarse hasta las cejas tiene que integrarse, con todas sus consecuencias, en la coalición militar correcta.
El primer acto acaba con la crisis de principios de los 1990. El espectacular desplome bursátil de Nueva York 1987 (de un 27%) había avisado sobre la inestabilidad financiera que se empezaba a acumular en el mundo. Los Estados Unidos tie- nen que hacer dos nuevas guerras, una en los Balcanes y otra en el Golfo, para legitimar el keynesianismo de guerra tras la inesperada disolución del Pacto de Varsovia. George Soros consigue hundir la libra con acciones especulativas nunca vistas hasta entonces y los conservadores pierden Downing Street. La peseta, incapaz de soportar el peso de tan considerable gasto público sobre sus débiles patitas productivas, se desploma pocos meses después de la clausura de las Olimpiadas y la expo de Sevilla, dos ejemplos de keynesianismo civil a la vieja usanza. Además, las políticas de oferta de los ochenta no acabaron de dar frutos económicos demasiado boyantes. El Volcker Shock desencadena en los años ochenta la mayor recesión en los Estados Unidos desde el crack de 1929 así como un déficit comercial histórico. Japón sigue mejorando su competitividad industrial a costa de los países occidentales, la tasa de ahorro sigue bajando, el déficit público no para de crecer, la inestabilidad monetaria se hace casi crónica y los tipos de interés andan por las nubes. Pero en lo político la cosa ha funcionado razonablemente bien: el trabajo organizado ha sido derrotado, los ricos y las multinacionales han conseguido liberarse del arnés fiscal impuesto con los pactos políticos firmados tras la Segunda Guerra Mundial y en los Estados Unidos los ingresos del 1% más rico han trepado del 5% en 1975 al 14% en 19894. Además, la rentabilidad del capital financiero ha alcanzado cotas nunca vistas generando nuevas fuentes de acumulación y, lo más importante: no se ven brotes izquierdistas en el horizonte. Se ha conseguido invertir un ciclo histórico de dos generaciones en el que el trabajo venía acumulando recursos de poder, lo cual no es poco. Es un triunfo en toda regla que despeja a medio plazo la situación política para las clases privilegiadas y las grandes multinacionales. En España entramos en un período de turbulencias y contradicciones ideológicas producto de una política económica esquizofrénica: intentar crear un Estado del Bienestar de tipo socialdemócrata con casi un 25% de paro y aplicando políticas neoliberales. La caída del Muro de Berlín marca el final del primer acto y el comienzo del segundo.
(Este artículo fue publicado en el número 253 de la revista El Viejo Topo).
SIGUIENTE ARTÍCULO: Neoliberalismo. Auge y miseria de una lámpara maravillosa (II)
*Armando Fernández Steinko es economista, profesor y colaborador habitual de El Viejo Topo
1 A. Fernández Steinko: Izquierda y republicanismo: el salto a la refundación. Foca, Madrid 2009 (en vías de publicación).
2 Paradigmático en este sentido: Luis Racionero: Del paro al ocio. Anagrama, Barcelona 1983 que conoció numerosas reediciones.
3 G. Arrighi “Comprender la hegemonía–2”, en New Left Review (versión española) nº33, 2005
4 R. Duménil/D.Levy: “Finance and Management in the Dynamics of Social Change: Contrasting Two Trajectories–US and France”. http://www.jourdan.ens.fr/levy/dle2007b.pdf
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