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lunes, 29 de junio de 2009

Pasión y muerte de la promesa

*MARIO BENEDETTI
08 ago 1983

Tengo la impresión de que la promesa es un rito destinado a extinguirse. Todavía la usan algunos políticos, claro, con lo cual vienen a convertirse en sus últimos hierofantes, pero al menos tienen la excusa de que generalmente no las cumplen. La promesa forma parte de ese lote de palabras (juramento, voto, ofrenda, sacrificio, holocausto) que en el pasado y en el diccionario eran casi sinónimos, pero con el tiempo se han diferenciado de manera tan neta que hoy todo el mundo sabe que un voto popular no es una ofrenda o que una promesa de matrimonio (¿quién usa semejante antigualla?) no es un holocausto.Cuando la promesa, o acción de prometer, estaba en su apogeo y provocaba un mínimo de credibilidad, el refranero popular se adueñó de algo tan prometedor y así nacieron algunos dichos y refranes que entonces eran verosímiles y hoy suenan a obsoletos: "Cosa prometida es medio debida, y debida enteramente si quien promete no miente", o "Quien presto promete, tarde lo cumple y presto se arrepiente". Es curioso que en épocas tan signadas por la rima nadie se haya molestado en inventar otros refranes bastante previsibles: "Cuando se hace una promesa, algo siempre se atraviesa", o "Le cumplieron la promesa y murió de la sorpresa". En el habla común ingresaron modismos como "lo prometido es deuda" (antesala del deudor moroso), "prometer la luna" (algo que, tras las zancadas lunares de Armstrong y Aldrin, perdió el atractivo de lo imposible) y aquello de "le prometió el oro y el moro", sólo viable en las breves etapas idílicas entre Wall Street y el Islam.

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Lo cierto es que si bien los lugares comunes estaban pletóricos de promesas, los lugares extraordinarios se empezaron en cambio a llenar de cumplimientos. Tal vez se iniciara ahí el descrédito de la promesa. Si un cronista opinaba, por ejemplo: "Esa actriz promete", estaba claro que le auguraba un auténtico porvenir en las tablas, pero, si hoy alguien dice que tal o cual orador es "un político que promete", es lógico que se refiera a su inminente amnesia. Por otra parte, la tierra de promisión se transformó a menudo en tierra de prohibición.

En general, los hombres de pro no sólo prometen, sino que proclaman, protestan, provocan, profetizan, promulgan y sobre todo prosperan. Los poetas en cambio son hombres de pre, y quizá por eso presagian, preguntan, presienten, y a veces, ay, premian y presumen. Así y todo es raro encontrar un poeta que escriba sobre promesas o prometa en verso (por eso aquí lo estoy haciendo en prosa). Precisamente en prosa, recuerdo Das versprechen, de Dürrenmatt, pero se trata de un suizo y ellos siempre han sido la excepción de Europa. En poesía, sólo me vienen a la memoria Song: the promise, de Robert Graves, y Las promesas, de Roque Dalton, pero se trata de promesas de amor y por tanto requerirían la garantía de un banco de confianza.

Sin embargo, las pocas veces que los poetas prometen, existencialmente hablando, cumplen su palabra. Y esto va en serio. Digamos César Vallejo con su Me moriré en París con aguacero o el entrañable Paco Urondo con uno de sus últimos poemas: "Ya no soy / de aquí; apenas me siento una memoria / de paso. Mi confianza se apoya en el profundo desprecio / por este mundo desgraciado. Le daré / la vida para que nada siga como está". (La dio efectivamente un día de junio de 1976.) No, los poetas no suelen prometer en vano; más bien imaginan, y eso nunca es en vano. Como dice insensata y sagazmente René Char: "A cada derrumbamiento de las pruebas el poeta responde con una salva de futuro". Neruda, que dedicó odas al átomo y a la cebolla, a la pereza y al vino, pero ninguna a la promesa, designaba con pudor y osadía a los elementos naturales para que ejercieran la función prometedora: "Las olas dicen a la costa firme: Todo será cumplido".

Preterir lo venidero

Las promesas eran, o debían ser, casi siempre de buen signo, pero los poetas no caen así no más en esa indulgencia, acaso porque, como escribió Kafka, "lo bueno es en cierto sentido desesperante" (agreguemos: sobre todo cuando no llega). Fernando Pessoa descreía asimismo de las promesas, sencillamente porque "lo que vemos de las cosas son las cosas". Descreía de las promesas, pero no de los cumplimientos. "Yo me cumplo" (le hace decir a su heterónimo Ricardo Reis) "según el breve ámbito / de lo mío a mí dado".

Precisamente otro heterónimo, el Mairena de Antonio Machado, definía la filosofía de la historia como el arte de profetizar el pasado y también como "la actividad complementaria del arte, no menos paradójico, de preterir lo venidero, que es lo que hacemos siempre que, renunciando a una esperanza, juzgamos sabiamente, con don Jorge Manrique, que se puede dar lo no venido por pasado". Y el mismo Mairena prevenía a sus discípulos: "Más no por ello deis en profetas a la manera usuaria de los prestamistas, que ven el futuro para comprarlo por menos de lo que vale". ¿Qué mejor definición de la incumplida promesa política? ¿Acaso el no cumplirla no es una forma más bien frívola de preterir lo venidero? ¿En cuántas regiones de América la pobre la tierra prometida es hoy la reforma agraria que sucesivos jerarcas prometieron y que nunca se ha llevado a cabo? Promesas así son también profecía, pero profecía usurera, destinada a conseguir mejores dividendos que los que brindaría la simple anunciación de lo real o de lo conseguible.

Es claro que hay promesas de surtida talla y de variado alcance. Hay promesas titánicas, satánicas, británicas, otánicas. No importan la retórica, el aguijón o el impulso. Aparentemente, todas son anacrónicas o están prescriptas. En algunas comarcas, la amnistía de los presos es más ardua de conseguir que la amnistía de las promesas. Antes, el germen de la promesa era el riesgo, pero éste ha sido desactivado. La promesa era un rito artesanal, pero las computadoras no se equivocan y en consecuencia no admiten promesas, sino contratos vitalicios. Las computadoras aciertan o estallan, pero no se equivocan. De ahí que las promesas sean un rito a punto de extinguirse. Quedan flotando en el espacio, como galaxias de televisión, como cansada memoria de cuando el hombre era aventura.

Quizá vuelva a serlo. Los robots no prometen, pero sufren apagones. Quizá el hombre vuelva a ser aventura. Pero ya no va a servirle la promesa-galaxia, sino la férrea, terrestre, impalpable voluntad de cumplir y exigir cumplimiento. Aquí y allá, antes y ahora, la promesa es el fácil peldaño de una ardua escalera, pero como también escribió Vallejo, hay que tener "confianza en la escalera, nunca en el peldaño". Cada promesa incumplida es un derrumbamiento de las pruebas. No importa; respondamos con una salva de futuro.


*Mario Benedetti (1920-2009) fue un escritor y poeta uruguayo integrante de la Generación del 45

jueves, 25 de junio de 2009

Negro

*ENRIC GONZÁLEZ
19 jun 2009

Dicen que en épocas de crisis florece el género negro: novelas, películas, esas cosas. Puede ser. De un tiempo a esta parte, consumimos bastantes peliculitas policiales estrictamente negras. Los Mossos d'Esquadra catalanes han protagonizado varias piezas de violencia intimista, muy celebradas. Ayer alcanzó gran audiencia una obra, esta vez filmada en exteriores, en la que un grupo de policías de Barajas interactuaba, por decirlo de alguna forma, con un ciudadano senegalés. A diferencia de las películas de origen catalán, que carecen de banda sonora, en ésta había voces. Se escuchaba, por ejemplo, una voz infantil en francés: "¿Por qué lo tiran por el suelo?".

Las imágenes son desagradables. Tanto, que no quiero volver a verlas: podrían acabar confundiéndome. Y éste es un asunto en el que conviene mantener las ideas claras. No sé si los policías se extralimitaron y usaron con el ciudadano una violencia innecesaria. No lo sé y, francamente, me importa poco: es relativamente irrelevante dentro de la historia que, con una elipsis hábil y reconcentrada, cuentan las imágenes.

La historia es la de un tipo que ha hecho un viaje largo, caro y quizá penoso (ignoramos si se trasladó en avión o en patera) desde Senegal hasta España. El tipo quiere cambiar de vida, a mejor, y establecerse en Europa: haya delinquido o no, lo que caracteriza a un emigrante es que tiene un gran proyecto vital e intenta llevarlo a cabo. El tipo, para su desgracia, es detenido y expulsado de vuelta a Senegal. Su proyecto vital se va a hacer puñetas. En este contexto, ¿creen que lo importante son 10 minutos de maltrato sobre la pista de un aeropuerto? No, eso es una simple metáfora en imágenes. Lo esencial es la expulsión, el fracaso, el fin del sueño.

Cuando un Gobierno establece una política de expulsión o deportación de inmigrantes clandestinos, porque lo exige gran parte de la población, suceden estas cosas. Es bueno que las veamos: nos obligan a recordar que la sociedad española las exige. ¿Alguien cree que las expulsiones son corteses y bienhumoradas? No, son así. Y esto, según los sondeos, es lo que queremos.

Indignante, ¿no?


*Enric González es columnista y escritor

lunes, 22 de junio de 2009

La Doctrina del Shock

jueves, 18 de junio de 2009

Los diez mandamientos y el siglo XXI

*CARLOS FERNÁNDEZ LIRIA
Dic 2008

En tanto que se cree en Dios, es plausible hacer el Bien PARA ser moral. La moralidad se convierte en un cierto modo de ser ontológico e incluso metafísico que nos es posible alcanzar. Y como se trata de ser moral a los ojos de Dios, para alabarle, para ayudarle en su creación, la subordinación del hacer al ser es legítima. Pues, practicando la caridad no servimos más que a los hombres, pero, siendo caritativo, servimos a Dios. (...) Es legítimo ser el más bello, el mejor posible. El egoísmo del Santo está justificado. Pero que muera Dios, y el Santo no será más que un egoísta: ¿a qué sirve que tenga el alma bella, que sea bello, sino a sí mismo? A partir de este momento, la máxima "actúa moralmente para ser moral" está envenenada. Lo mismo que "actúa moralmente por actuar moralmente". Es preciso que la moralidad se supere hacia un objetivo que no sea ella misma. Dar de beber al sediento no por dar de beber, ni para ser bueno, sino para suprimir la sed. (...) [La moralidad] debe ser elección del mundo, no de sí.
Jean Paul Sartre1

NOTA ACLARATORIA: Este artículo es la trascripción de una ponencia que pronuncié el 25 de julio de 2006 en uno de los Cursos de Verano de El Escorial (“Occidente: Razón y Mal”) organizado por la Universidad Complutense de Madrid y patrocinado por la Fundación del BBVA. Estaba previsto publicar las ponencias del curso en un libro financiado por esta Fundación. Durante ya casi dos años mostraron todo tipo de reticencias para la publicación de mi artículo, alegando que no se trataba de censura ideológica, pues mi intervención había carecido de “rigor académico y de seriedad científica”. Para no perjudicar a los otros autores que participaban en el libro, accedí varias veces a practicar la autocensura, limando expresiones coloquiales y suavizando el tono en la versión escrita de mi ponencia. Pero finalmente, han dejado claro que el libro no saldría si yo no retiraba mi contribución. Hacía año y medio que estaba deseando quedar liberado de mi compromiso, de modo que me alegro de poder publicar por fin este texto por otras vías.

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Lo grave no es el tiempo que se me ha hecho perder (desdichadamente el tema está lejos de quedarse anticuado). Lo grave es que esta anécdota es un síntoma fatal que anuncia un futuro muy nefasto para el mundo académico y la Universidad pública. El proceso de Convergencia Europea en Educación Superior, lo que se llama el “proceso de Bolonia”, se articula sobre la subordinación de toda financiación pública a la previa obtención de una financiación privada. Así, en lugar de financiar el mundo académico con criterios científicos, independientemente de la autoridad del mercado, se financia con dinero público tan sólo aquellos proyectos que interesan al mundo empresarial. Somos muchos los que llevamos advirtiendo que esta mercantilización de la Academia supone el colapso de la Universidad pública a medio plazo. Mi “competencia científica” y mi “rigor académico”, por ejemplo, tendrían que haber sido juzgados exclusivamente por los organizadores académicos del Curso (o por los miembros del tribunal de oposiciones con el que gané en su día la libertad de cátedra en tanto que profesor Titular de la UCM). Repugna a la idea misma de Academia que una institución privada, un Banco, tenga algo que opinar al respecto. Sin embargo, esta es la situación que se está generalizando con el proceso de Bolonia: la financiación privada tendrá en adelante la última palabra en el mundo académico, condicionará los planes de estudios, los proyectos de investigación, la distribución de departamentos, facultades y escuelas. La Convergencia Europea es el equivalente de una reconversión industrial en la Universidad. Es difícil entender cómo puede haber quien no lo vea claro2.

Para ilustrar la anécdota con la Fundación del BBVA, he preferido dejar el texto lo más parecido posible a la versión original del evento, respetando el estilo oral de la intervención:


Nuestro tema es “Occidente: Razón y Mal. El mal en la política”. Hay que comenzar constatando una desorientación moral muy profunda. Esto es algo que podemos apreciar fácilmente con tan solo que pensemos en lo que a mí me parece un misterio insondable. Diez millones de votantes del PP apoyaron la invasión de Iraq argumentando que Sadam Hussein disponía de armas de destrucción masiva. El misterio, lo que a mí me parece el enigma moral más profundo de lo que llevamos de siglo, es que ahora que se sabe que jamás hubo en Iraq armas de destrucción masiva, y ahora que, además, se sabe que siempre se supo que no las había (ahora que se sabe que Bush, Blair y Aznar mintieron) de todos modos, esos diez millones de votantes van a seguir votando al PP (y muchos más millones a Blair y Bush). Se trata, como digo, de un misterio insondable que, por cierto, nosotros tenemos la obligación de abordar, pues para eso nos pagan a los profesores, investigadores, becarios y catedráticos de ética. Nuestra obligación, si es que queremos cumplir con nuestra profesión, es abordar la cuestión de qué ha ocurrido con la consistencia moral contemporánea para que ocurran esas cosas tan extrañas. Yo diría que todos deberíamos estar escribiendo un libro que, por cierto, ya ha escrito Fernando Savater: Los diez mandamientos en el siglo XXI. Lo que pasa es que ese libro es malo, pero malo con ganas. Pero su título es de lo más oportuno: tiene que haber algo muy mal planteado en la manera en que entendemos los mandamientos para que nuestra conciencia moral haya enfermado hasta los límites nihilistas que traspasan todos los días nuestros medios de comunicación. El delirio moral en el que estamos sumidos es sólo comparable al descalabro que causó la Iglesia católica durante el franquismo en la conciencia de los españoles. Cuando yo era pequeño, era pecado ver Lo que el viento se llevó, y los adolescentes, según los padres de la iglesia, iban al infierno por masturbarse. Sólo una secta de psicópatas puede perder hasta ese punto el sentido de las proporciones, pues en esa misma época se consideraba cosa discutible si también deberían ir al infierno los policías de la dictadura argentina que (en el cumplimiento de su deber) violaban, torturaban y desaparecían a no pocos de esos adolescentes abocados a las llamas del infierno. Para ser realistas, hay que decir que la Iglesia no ha recuperado demasiado el sentido de las proporciones. Aplicando sus peculiares parámetros, el papa Woytila, al que ahora quieren canonizar, le daba la comunión a Pinochet y medio excomulgaba a los teólogos de la liberación, dejándoles con el culo al aire en una situación en la que muchos de ellos no tardarían en ser asesinados. Tan sabia decisión se tomó por consejo del cardenal Ratzinger, nuestro papa actual3. Ahora bien, no cabe duda de que el papel de los medios de comunicación respecto del nihilismo contemporáneo es mucho más importante que el de la Iglesia. Los periodistas y los intelectuales mediáticos son los nuevos sacerdotes y obispos de este mundo secularizado en el que se ha vuelto imposible distinguir el bien del mal. Y algo de responsabilidad tendremos también en el mundo académico.

Probablemente, como consecuencia del bloqueo a Iraq a partir de la primera guerra del golfo, murieron un millón y medio de personas inocentes. Cerca de un millón más han muerto a causa de la guerra y de la destrucción de infraestructuras. El país está sumido en una guerra civil y sembrado de uranio empobrecido. En Iraq las embarazadas ya no preguntan al médico si es niño o niña, sino si viene o no con malformaciones. La gravedad de todo esto sólo es equiparable a la gravedad de que todo esto esté ocurriendo mientras conservamos nuestra tranquilidad de conciencia. Probablemente el nihilismo nunca había llegado tan lejos entre nosotros ni había gozado de tanta impunidad. Ni siquiera en esa situación tan vehementemente denunciada por Hannah Arendt, lo que ella llamó “el colapso moral de la población alemana”, una población que más o menos sabía y no quería saber que sabía de la existencia de Auschwitz y que con su indiferencia y su banalidad se hizo cómplice del holocausto. Los campos de concentración sobre los que se levanta nuestra tranquilidad de conciencia europea son demasiado grandes para rodearlos con alambradas. Nos sale mucho más rentable rodearnos nosotros mismos de alambradas: encerrarnos en una fortaleza inexpugnable, materializar con púas y cuchillas la “solución final” de nuestras leyes de extranjería, y dejar que la economía internacional se encargue por sí sola de perpetrar el exterminio. No es sólo que esto salga mucho más barato. Es que sale muy rentable, tan rentable que sus efectos superan con mucho la audacia de los surrealistas. La realidad se ha convertido en un chiste, en una broma de mal gusto. Según el último informe de Naciones Unidas, por ejemplo, resulta que el 1 % de la población adulta del planeta acapara el 40 % de la riqueza mundial, mientras que en el otro extremo el 50 % de la población apenas cuenta con el 1 % de la riqueza. Cuando lees estos datos piensas que están equivocados. Claro que, según un cálculo elemental, para que una de las 2500 millones de personas que subsisten al día con 2 dólares diarios, llegara a amasar, con el sudor de su frente, una fortuna como la de Bill Gates, tendría que estar trabajando (ahorrando todo lo que ganara) 68 millones de años. Otro chiste: por un anuncio de zapatillas deportivas Nike, Michael Jordan cobró más dinero del que se había empleado en todo el complejo industrial del sureste asiático que las fabricaba. Por supuesto que para que un absurdo tan abyecto se encarne en la cruda realidad de cada día hace falta administrar mucha violencia, cortar el planeta con muchas alambradas, deslocalizar poblaciones, descoyuntar, en definitiva, el cuerpo entero de la humanidad.

Es muy sintomático que Hannah Arendt esté hoy día tan de moda. Los estantes de las librerías están repletos de libros de Arendt, se cita a Arendt en el Parlamento, tenemos a Arendt hasta en la sopa. A todo el mundo le resulta interesantísimo que un pueblo entero, el pueblo alemán, colapsara moralmente en los años treinta del pasado siglo XX. En cambio, se lee muy poco (de hecho, ni siquiera se le traduce demasiado) a Günther Anders, quien fuera, por cierto, su marido. Anders se ocupó más bien de denunciar la continuidad de ese colapso moral entre nosotros, en la conciencia occidental en general. Lo que le preocupaba era que nos habíamos vuelto analfabetos emocionales y que eso nos abocaba a una abismo moral en el que todos nos hacíamos cómplices de un holocausto cotidiano e ininterrumpido. A mediados de los ochenta, Anders renegó del pacifismo en el que había militado toda su vida de forma tan activa y argumentó que la única solución era la violencia. “Hemos hecho todo lo posible por convencer al mundo y está claro que no vale de nada”. “El mundo no está amenazado por seres que quieren matar sino por aquellos que a pesar de conocer los riesgos sólo piensan técnica, económica y comercialmente”. La economía capitalista ha llevado el planeta a un callejón sin salida4. La situación es tan grave que, hoy día –plantea Anders- el recurso a la violencia por parte de los movimientos antisistema debe considerarse, sin más, legítima defensa. Estamos amenazados, la población mundial está amenazada de muerte, por vulgares hombres de negocios con aspecto inofensivo. “Considero ineludible que nosotros, a todos aquellos que tienen el poder y nos amenazan, los asustemos. No hay que vacilar en eliminar a aquellos seres que por escasa imaginación o por estupidez emocional no se detienen ante la mutilación de la vida y la muerte de la humanidad”. Estas citas están sacadas de un libro titulado Llámese cobardía a esta esperanza, que publicó una editorial marginal5 que, por supuesto, no ha gozado de la fortuna comercial de los editores de Hannah Arendt.

Günther Anders explica el insólito fenómeno de la tranquilidad de conciencia contemporánea aludiendo a lo que el llama “el desnivel prometeico”6. Es la idea de que, actualmente, somos capaces técnicamente de producir efectos desmesurados con acciones insignificantes. Aprietas un botón y una bomba cae sobre Hiroshima y mata a 200.000 personas. La desproporción entre la acción y sus efectos es tan grande que la imaginación se desorienta. Es imposible, por otra parte, vivir emocionalmente la muerte de 200.000 personas. Los seres humanos estamos hechos para sentir la muerte de un ser querido, incluso de bastantes seres queridos y no queridos. Pero el número 200.000 no nos dice nada emocionalmente. Hannah Arendt contaba que, durante su juicio en Jerusalén, el genocida Eichmann explicaba con naturalidad que su trabajo consistía en aligerar el ritmo de la cadena de exterminio de judíos. Así pues, desde su punto de vista, era un éxito laboral el que, gracias a ciertas mejoras técnicas en la rutina del exterminio, se lograra eliminar 25.000 personas al mes, en lugar de 20.000. Ahora bien, en una ocasión en que unos testigos le acusaron de haber estrangulado a un muchacho judío con sus propias manos, Eichmann perdió los estribos y se puso a gritar desesperado que eso era mentira, “que él nunca había matado a nadie”. Estrangular a una persona es insoportable para una conciencia moral normal, administrar la muerte de un millón de personas es pura rutina.

Pero el problema es que siempre estamos ya, lo queramos o no, apretando esos botones que producen efectos demasiado grandes para nuestra capacidad de imaginar y de sentir. Susan George comparaba a los ejecutivos que teclean pacíficamente en su ordenador del Fondo Monetario Internacional con los pilotos de un B-52 que aprietan los botones de un tablón de mandos para dejar caer toneladas de bombas sobre una población civil. Probablemente los pilotos no pueden representarse fácilmente el desajuste que hay entre la insignificancia de su gesto sobre el tablero y la desmesura de sus efectos, ahí abajo, sobre la ciudad bombardeada. Con mucha menos razón, el ejército de ejecutivos que deciden sobre las medidas económicas que se aplican a lo largo y ancho del planeta (y el ejército de periodistas e intelectuales que les hacen el juego), no están en condiciones de hacerse cargo moralmente de este “desnivel prometeico” entre “su trabajo”, rutinario y pacífico, y el océano de miseria y de dolor sobre el que están produciendo sus efectos.

Anders responsabiliza a la complejidad de la técnica y la industria de este “desnivel prometeico”. Yo diría que no se trata tanto de una cuestión de complejidad técnica como de una cuestión de complejidad estructural. Sea como sea, su intuición es acertada. Cuando la voluntad está separada de sus efectos por una complejidad muy grande, la voz de la moral se desconcierta por entero. En general vivimos en un mundo tan complejo desde un punto de vista técnico y estructural que todas nuestras acciones, incluso las más aparentemente insignificantes, tienen unos efectos colaterales imprevisibles. Dicho brevemente: estamos sumidos en una situación en la que no hay manera de saber lo que estás haciendo cuando haces lo que haces. Por supuesto, en estas condiciones, la voz de la moral no sabe a qué atenerse. Es demasiado complejo distinguir entre el bien y el mal.

Voy a poner un ejemplo. Tengo aquí unas páginas de El País7. Son del 2 de septiembre de 2001, publicadas a todo color en la sección de los domingos. La gente debió de leerlas mientras lavaba su coche o desayunaba con su familia, a la salida de misa o durante una comida campestre. Quizás sintieron que su conciencia caía en un abismo ético... o quizás no sintieron nada. No se trataba de un panfleto de extrema izquierda, de esos que se leen con escepticismo. Era El País, un reportaje sobre la guerra del Congo, por cierto que muy bueno, de esos que se cuelan de vez en cuando en los medios. El titular de la noticia decía: “Según Naciones Unidas, el tráfico ilegal de coltan es una de las razones de una guerra que, desde 1997, ha matado a un millón de personas”. En las minas de coltan en la República Democrática del Congo, se nos decía, trabajan niños esclavos. Los ejércitos de Ruanda y Uganda se disputan el tráfico de este mineral sumiendo el país en una guerra civil en la que nadie quiere pensar. El caso es que este mineral es vital para el desarrollo de la telefonía móvil y de las nuevas tecnologías. Por ejemplo, la escasez de este mineral había provocado otro efecto dramático: la videoconsola Play Station 2 tuvo que posponer su lanzamiento al mercado, provocando grandes pérdidas de beneficios a la casa Sony.

Mirado fríamente, es insólito que eso salga un día en El País y al día siguiente todo siga igual. Es incluso enigmático. El otro día decían (también en El País) que los muertos de la guerra del Congo se calculan ya en cuatro millones. Mientras tanto, la videoconsola Play Station 2 ya se quedó anticuada y los móviles siguieron desarrollándose vertiginosamente desde ese domingo en que salió la noticia.

No es fácil saber hasta qué punto tenemos las manos manchadas de sangre cada vez que llamamos por el móvil o que nuestro hijo juega a la videoconsola. Sin duda que estamos metidos hasta las cejas en el entramado estructural que genera esas guerras. Sin embargo, llamar por el móvil es llamar por el móvil, no matar a nadie. Y por supuesto, dejar de llamar por el móvil tampoco va a salvar la vida a nadie. El móvil, bien mirado, es un invento magnífico ¿quién puede negarlo? Si cuando llamo por el móvil estoy teniendo una oscura e imprevisible relación intangible con no sé qué conflicto sangriento de África, la culpa, desde luego, no la tiene el móvil, ni yo por utilizarlo. No podemos evitar ser piezas de un engranaje muy complejo, en el que todo está ligado entre sí por caminos imprevisibles que nadie ha decidido. Esta complejidad, es cierto, hace que, como decía Günther Anders, nunca podamos estar seguros de lo que estamos haciendo cuando hacemos lo que hacemos. Nunca podemos estar seguros de los efectos indirectos de nuestra acción directa, como dice Franz J. Hinkelammert8.

El problema es que cuando el mundo alcanza un determinado nivel de complejidad, la máxima de no violar los mandamientos se convierte en una receta envenenada. La propia moralidad se transforma en la gran coartada de un mundo criminal. Todo el mundo llama por el móvil y todo el mundo revienta en el Congo sin que nadie viole los mandamientos. Nadie tiene la culpa de que el mundo se haya convertido en algo tan complejo. En esta complejidad insondable, por ejemplo, se amparan los votantes del PP para considerar que algo bueno tendrá incluso algo evidentemente malo, como la invasión de Iraq. Al final, todo será para bien. Hay cosas que parecen muy dañinas para los seres humanos, pero que son muy buenas para que vaya bien la economía. Y no hay que olvidar que los seres humanos dependen a vida o muerte de su economía. Conviene, por lo tanto, hacer las cosas que convienen a los que tienen la sartén por el mango de la economía internacional. Conviene, pues, apoyar la política de los Estados Unidos, y vuelta a empezar, así con cualquier tema imaginable. Mientras tanto, todo el mundo puede vivir con la conciencia tranquila: hasta donde nos llegan las narices, no se ve que nadie haya violado ningún mandamiento.

Y sin embargo, por muy complejo que se haya vuelto en este mundo distinguir el bien del mal, hay una cosa que seguro que es mala, y esta cosa es, nada más ni nada menos, el hecho mismo de que exista un mundo así. Si vivimos en un mundo en el que “es imposible saber qué es lo que realmente estás haciendo cuando haces lo que haces”, entonces es que vivimos en un mundo muy malo. El lema de los movimientos antiglobalización –“otro mundo es posible”, “otro mundo tiene que ser posible”– se convierte en un imperativo ético insoslayable. Es insoportable vivir en un mundo en el que basta meter los ahorros en una cuenta corriente de Caja Madrid para tener que preguntarte con cuántas ignominias y matanzas estás colaborando sin saberlo. Es intolerable un mundo en el que te tienes que alegrar de que en España se fabriquen bombas de racimo, pues al menos en eso parece que sí que somos competitivos a nivel internacional9.

Sin duda alguna, el concepto más interesante que se forjó en la reflexión ética y moral del siglo XX fue el concepto de “pecado estructural”. Este concepto era la columna vertebral de la llamada Teología de la Liberación y los que se ocuparon de pensarlo eran fundamentalmente curas, obispos, cristianos de base que estaban directamente comprometidos en cambiar un mundo injusto y criminal. Mientras ellos se jugaban la vida y daban de lleno en la diana del problema ético de nuestro tiempo, la filosofía académica de izquierdas y de derechas estaba completamente en la Luna, haciendo tonterías con los textos de Deleuze y de Foucault, ideando genialidades para poner a discutir a Rawls con Habermas, a ver si así descubrían la pólvora, y, también, cómo no, leyendo a Rorty y cositas de parecido calado.

En este mundo las estructuras matan con mucha más eficacia y de forma mucho más masiva que las personas. La capacidad de ser inmoral que tienen las personas es casi patética comparada con la inmoralidad de las estructuras. En estas condiciones, la cuestión moral pertinente es qué responsabilidad tenemos respecto a las estructuras. La pregunta ya no puede ser ¿qué puedo hacer yo para no violar los mandamientos en ese mundo que no llega más allá de mis narices? En un mundo en el que las estructuras violan los mandamientos con una eficacia colosal e ininterrumpida, es inmoral limitarse a respetar los mandamientos… y las estructuras. El primer mandamiento, por el contrario, atañe a nuestra actitud respecto de las estructuras. Y para responder a esta cuestión, en primer lugar, hay que responder a esta otra ¿en qué consisten esas estructuras? ¿De qué son estructuras esas estructuras? Así pues, en primer lugar, deberíamos estar todos estudiando economía. El primer mandato moral debería ser: ponte a estudiar economía y no pares hasta que no averigües en qué consiste este mundo. Y mucho cuidado con dejarte engañar por la Escuela de Chicago, que de eso también eres responsable. Si, por ejemplo, acabáramos por concluir que la economía mundial puede ser llamada con rigor y sentido la economía capitalista, lo que no cabe duda es que nuestra máxima responsabilidad moral, inmediatamente después, sería volvernos comunistas (al menos si llegamos a la conclusión de que ser comunista es la manera adecuada de combatir el capitalismo). Por supuesto que ese fue el camino que, muy a menudo, siguió la Teología de la Liberación en Latinoamérica10, el camino que tanto escandalizó al cardenal Ratzinger. Una serie de obispos latinoamericanos, de pronto, pusieron toda su red de catequistas a estudiar economía, especialmente, crítica de la economía política. Pusieron a todos sus feligreses a leer El capital y a estudiar marxismo. Lo demás se dejaba ya a la conciencia de cada uno. Aunque no por casualidad la conciencia de cada uno aconsejaba montar una guerrilla para combatir el sistema capitalista. El ejercito zapatista del subcomandante Marcos, por ejemplo, no cabe duda de que se montó desde la red de catequistas de la diócesis de San Cristóbal de Las Casas.

En un mundo en el que las estructuras son mucho más inmorales de lo que jamás pueden llegar a serlo las personas, la cuestión crucial no es saber en qué medida somos piezas de ese engranaje estructural o en qué medida podemos dejar de participar en él. Esto es lo que a veces sugería Günther Anders, pero no es ni mucho menos suficiente. Dejar de llamar por el móvil no vale absolutamente de nada y dejar de consumir coca-cola, de casi nada. Puede que negarse a trabajar en la industria del armamento valga para algo si se consigue que ese gesto sirva de propaganda a los programas políticos pacifistas. De lo contrario, ese gesto no sirve más que para que corra un puesto la lista de parados que esperan a trabajar en cualquier cosa y a cualquier precio. Retirar el dinero de una cuenta de Caja Madrid si sospechas que esa entidad invierte dinero en la producción de armamento no sirve de nada si luego es para meterlo en el Banco de Santander, es decir, para confiar en el humanitarismo de un sujeto como Emilio Botín. Y tampoco es buena idea esconder tu birria de sueldo debajo de una baldosa.

La verdadera cuestión moral es qué responsabilidad tenemos en que determinadas estructuras perduren y qué estaría en nuestra mano hacer para sustituirlas por otras. Es obvio que eso pasa por la acción política organizada y no por el voluntarismo moral que intenta inútilmente apartarse de la maquinaria del sistema. No es a fuerza de no mover las fichas o de moverlas lo menos posible como se consigue dejar de jugar al ajedrez, si eso es lo que se pretende. Para dejar de jugar al ajedrez y comenzar a jugar al parchís hay que cambiar de tablero. Si no, lo único que se logra es perder el juego, y el juego del ajedrez, no del parchís. No sé si se capta el mensaje: vivimos en un mundo tan inmoral que no tiene soluciones morales, aquí no valen más que soluciones políticas y económicas muy radicales. Y la única cuestión moral relevante que todavía tenemos sobre la mesa es la de qué tendríamos la obligación de estar haciendo políticamente para que el mundo dejara de jugar en este tablero económico genocida. La cuestión no es la de si puedo beber menos coca cola o llamar menos por el móvil para participar lo menos posible en esta matanza. La cuestión es cómo y de qué manera atacar los centros de poder que la generan. Mi responsabilidad en la matanza no es la de llamar por el móvil. Mi responsabilidad es la de aceptar vivir en un mundo en el que llamar por el móvil tiene algo que ver no sé con qué guerras en el continente africano. Es el mundo lo que es intolerable, no nosotros. Pero sí es intolerable que aceptemos de brazos cruzados un mundo intolerable.

Es grotesca la indiferencia que ha habido en la reflexión ética de los medios académicos europeos y estadounidenses hacia el concepto de “pecado estructural” y, en general, respecto a toda la filosofía de la Teología de la Liberación. Se trataba de lo único interesante que parió el siglo XX en el campo de la ética, pero la Academia estaba demasiado ocupada en intentar comprender a Derrida y en hacer el payaso con el dilema del prisionero. Para ser justos, hay que recordar que mucho antes de que la Teología de la liberación planteara el problema, lo teníamos ya abordado con mucha contundencia en la historia de la filosofía por filósofos como Jean Paul Sartre o Bertolt Brecht. Claro que Sartre no está tan de moda como Hannah Arendt, porque Sartre era comunista, así es que se le lee bastante poco actualmente. Sartre había explicado muy bien por qué la elección moral no tenía que ver con elegirnos buenos a nosotros mismos, sino con elegir un mundo bueno. Elegir ser bueno en un mundo en el que no se necesita pecar para vivir de la injusticia que se comete sobre los demás, es, sencillamente hacerte cómplice, no de un crimen, sino, como decía Anders, de “todo un sistema de crímenes”11.


*Carlos Fernández Liria es profesor titular de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid


1 Cahiers pour une morale, Editions Gallimard, Paris, 1983, pág. 11.

2 Cfr. Fernández Liria, Carlos / Alegre Zahonero, Luis: “La revolución educativa. El reto de la Universidad ante la sociedad del conocimiento “, Revista Logos, nº 37, Madrid, 2004. Cfr. también la siguiente página web:

http://fs-morente.filos.ucm.es/convergencia/debate/inicio.htm

3 Ratzinger, J. Libertatis nuntius Instrucción sobre algunos aspectos de la "teologia de la liberación" (Congregación para la Doctrina de la Fe, 6 Agosto 1984) / “Presupuestos, problemas y desafíos de la Teología de la Liberación.” Paramillo 5 (1986): 574-580. También en La Segunda, Santiago de Chile, jueves 5 de enero de 1984, pp. 15-16; Tierra Nueva 49/50 (abril-julio 1984): 93-96 / 95-96. Edición digital preparada por Holly Ann Hughes. Marzo de 2004.

4 El desánimo de Günther Anders respecto al pacifismo recuerda al de Dennis Meadows en el campo del ecologismo. Meadows, como se sabe, fue el coordinador del informe del Club de Roma sobre los Límites del crecimiento, el estudio que en 1972 daría el pistoletazo de salida al movimiento del ecologismo político. Mucho tiempo después, en una entrevista de 1989, al ser preguntado si aceptaría realizar hoy un estudio semejante, respondía: “Durante bastante tiempo he tratado ya de ser un evangelista global, y he tenido que aprender que no puedo cambiar el mundo. Además, la humanidad se comporta como un suicida, y ya no tiene sentido argumentar con un suicida una vez que ha saltado por la ventana” (Der Spiegel, nº 29, 1989, pág. 118.

5 Günther Anders, Llámese cobardía a esa esperanza, Besatari, Bilbao, 1995.

6 Cfr., en castellano, Nosotros, los hijos de Eichmann y Más allá de los límites de la conciencia, Paidos. La obra más importante de Günther Anders es Die Antiquierheit des Menschen.

7 La fiebre del coltan (Ramón Lobo, Diario El País, domingo, 2 de septiembre de 2001).

8 Franz J. Hinkelammert (Berlín, 1931), economista y teólogo de la liberación, ganador del Premio Libertador al Pensamiento Crítico 2005 del Ministerio de Cultura de la República Bolivariana de Venezuela, con su libro El sujeto y la ley. El retorno del sujeto reprimido, Euna, Costa Rica, 2005.

9 Algunas referencias para el seguimiento del tema: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=43604 / http://www.rebelion.org/noticia.php?id=43581 / http://www.rebelion.org/noticia.php?id=44188

10 Quizá resulte interesante la siguiente entrevista con un comandante colombiano del ELN, guerrilla que se reclama heredera del pensamiento del sacerdote pionero de la teología de la liberación, Camilo Torres: Cuatro intelectuales españoles se reúnen con el Ejército de Liberación Nacional de Colombia (Santiago Alba, Carlos Fernández Liria, Belén Gopegui y Pascual Serrano entrevistan a Milton Hernández, comandante del ELN) Cfr.: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=9100

11 Anders, G.: Nosotros, los hijos de Eichmann, Paidós, Barcelona, 2001, pág. 92.

lunes, 15 de junio de 2009

La banca y el desempleo

VICENÇ NAVARRO*
19 feb 2009

El gobernador del Banco de España, el Sr. Miguel Ángel Fernández Ordóñez, ha indicado en unas declaraciones recientes que el elevado desempleo en España se debe a una supuesta rigidez del mercado de trabajo, guardando un silencio ensordecedor sobre la gran responsabilidad que la banca tiene en la creación de tal desempleo. Este artículo detalla esta responsabilidad.

Ha sido una constante en la historia de nuestra democracia que cuando el desempleo aumenta en España la comunidad bancaria, dirigida por el Banco de España, lo atribuye siempre a las supuestas rigideces del mercado de trabajo, consecuencia del excesivo proteccionismo promovido por los sindicatos.

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De ahí que fuera predecible que al aumentar el desempleo en España (mayor que en cualquier otro país de la Unión Europea) haya habido una respuesta del gobernador del Banco de España, el Sr. Miguel Angel Fernández Ordóñez (conocido por su pensamiento económico liberal) que ha centrado sus recetas de cómo resolver la crisis de empleo en la necesidad de flexibilizar todavía más el mercado de trabajo. Estas declaraciones han contrastado con un silencio ensordecedor sobre la enorme responsabilidad que la banca ha tenido en la crisis financiera y económica del país, causa mayor del elevado desempleo. Veamos los datos.

Durante la década y media siguiente a la Transición, dos de los hechos que llamaban más la atención eran el elevado precio del dinero que prestaba la Banca (uno de los más altos en la Comunidad Europea), y la exhuberancia de sus beneficios (la tasa de beneficios netos de la Banca española fue casi tres veces mayor que la tasa de beneficios netos de la Banca francesa, casi el doble que la Banca alemana, más de cuatro veces que la Banca belga, casi el doble de la Banca italiana, casi tres veces mayor que la Banca holandesa y casi el doble de la Banca británica (ver “La Economía Política de la Banca Española” en Navarro, V., Globalización Económica, Poder Político y Estado del Bienestar”. Ariel Económica. 2000). Tales beneficios no se basaban en su mayor eficiencia, sino en un comportamiento oligopolístico, resultado de unas políticas del Estado altamente proteccionistas de la banca española, la cual se opuso exitosamente a la apertura del sector bancario al capital extranjero. Como consecuencia de ello, el coste de pedir el dinero a la banca por parte del empresariado español era el más elevado de Europa. El empresariado de la manufactura en España tenía que pagar casi el doble que el empresario de la manufactura en EE.UU., y más del doble que el empresariado japonés. Ello explica, en parte, las enormes dificultades que experimentó la manufactura, con la consiguiente destrucción de empleo y elevado crecimiento del desempleo. Este fue uno de los orígenes de la desindustrialización de España y del establecimiento de una economía especulativa basada en el matrimonio banca-industria inmobiliaria. Como bien dijo entonces el Finantial Times (15 marzo 1991), “Durante los años expansivos de la economía española, se vio un gran crecimiento en las inversiones financieras que en su mayor parte derivaron hacia actividades de tipo especulativo –principalmente hipotecario- en lugar del incremente del tejido productivo”. No podía haberse escrito más claro. Estas políticas fueron bendecidas por el Banco de España con la aprobación de los sucesivos gobiernos españoles. Este complejo banca-inmobiliarias y empresas constructoras han sido el eje del crecimiento económico de España desde entonces.

El mundo empresarial de la manufactura y de los servicios intentó compensar la enorme carestía del dinero prestado por la Banca mediante la reducción de los salarios, intento exitoso puesto que el crecimiento anual real salarial por persona trabajadora creció durante aquel periodo sólo un 1,8% comparado con el promedio de la UE-15, que fue de 5,2%.

El elevado coste del dinero implicaba también una peseta sobrevalorada que dificultaba las exportaciones españolas. El origen de la elevada negatividad de la balanza del comercio exterior se basa precisamente en aquel hecho. La entrada de España en la zona euro ha eliminado esta situación, pero tal entrada se ha realizado (en la década de los años noventa) de manera beneficiosa a la banca y a costa de un gran sacrificio de la población asalariada y de un considerable subdesarrollo de nuestro estado del bienestar. Como he demostrado en otro lugar (“El Subdesarrollo Social de España: causas y consecuencias. Anagrama. 2006), la reducción del déficit del presupuesto del Estado (exigido por el Pacto de Estabilidad), se hizo a costa de que los recursos que durante los años ochenta iban a corregir el enorme retraso del gasto público social de España se gastaran en los años noventa en reducir el déficit del presupuesto del Estado de manera tal que cuando las cuentas del Estado se equilibraron (para alcanzar incluso más tarde un superávit), el déficit social de España, medido por la diferencia del gasto público social por habitante entre España y la UE-15 (el grupo de países de desarrollo económico más semejante al nuestro) había aumentado considerablemente. Esto quiere decir que nosotros gastamos cada vez menos (en términos proporcionales) en nuestras escuelas, en nuestros servicios sanitarios, en nuestra vivienda social y en nuestras pensiones que el promedio de países de la UE-15. La integración monetaria se hizo a costa de nuestro estado del bienestar. Y también a costa de una reducción de la masa salarial (porcentaje que las rentas del trabajo representan de toda la renta nacional). Ello ha ido acompañado de un incremento exuberante de las rentas del capital, y muy en especial de las rentas de la Banca, la cual continúa siendo una de las que muestran beneficios mayores en el mundo. Ahora bien, la burbuja inmobiliaria (estimulada por el comportamiento especulativo del complejo banca-inmobiliaria) explotó. La mitad del desempleo creado se debe al colapso de la construcción sostenido por aquel complejo. Es más, el pánico creado en la Banca ha determinado también la dificultad de conseguir crédito, causa mayor de la recesión y de la destrucción de empleo, atribuida por el Gobernador del Banco de España (como era de esperar) a una inexistente rigidez del mercado laboral.


*Vicenç Navarro es catedrático de Políticas Públicas de la Universidad Pompeu Fabra y profesor de Políticas Públicas en The Johns Hopkins University

jueves, 11 de junio de 2009

Voces contra la globalización. Capítulo 3: El mundo de hoy

lunes, 8 de junio de 2009

¿Quién era Milton Friedman? (y III)

PAUL KRUGMAN*
19 oct 2008

ARTÍCULOS ANTERIORES: ¿Quién era Milton Friedman? (I)

El monetarismo fue una fuerza poderosa en el debate económico durante unas tres décadas a partir de que Friedman expusiera por primera vez su doctrina en Un programa de estabilidad monetaria y reforma bancaria, publicado en 1959. Hoy, sin embargo, es una sombra de lo que era, por dos razones principales.

En primer lugar, cuando Estados Unidos y Reino Unido intentaron poner en práctica el monetarismo a finales de los setenta, los resultados fueron decepcionantes: en ambos países, el crecimiento constante de la oferta monetaria no consiguió impedir recesiones graves. La Reserva Federal adoptó oficialmente objetivos monetarios al estilo Friedman en 1979, pero los abandonó de hecho en 1982, cuando la tasa de desempleo superó el 10%. Este abandono se hizo oficial en 1984, y desde entonces la Reserva Federal realiza precisamente el tipo de afinación discrecional que Friedman condenaba. Por ejemplo, en 2001 respondía a la recesión reduciendo los tipos de interés y permitiendo que la oferta monetaria creciese a ritmos que en ocasiones superaban el 10% anual. Cuando se convenció de que la recuperación era sólida, la Reserva Federal cambió el rumbo, subiendo los tipos de interés y permitiendo que el crecimiento de la reserva monetaria cayese a cero.

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En segundo lugar, desde comienzos de la década de 1980, la Reserva Federal y sus homólogos de otros países han realizado un trabajo razonablemente bueno, debilitando la imagen que Friedman daba de los banqueros centrales, a los que consideraba chapuceros irredimibles. La inflación se mantiene baja, las recesiones -excepto en Japón, país del que hablaremos enseguida- han sido relativamente breves y leves. Y todo esto ha ocurrido a pesar de las fluctuaciones de la oferta monetaria, que horrorizaban a los monetaristas y que los llevaron -incluso a Friedman- a predecir desastres que no llegaron a materializarse. Como señalaba David Warsh, de The Boston Globe, en 1992, "Friedman despuntó su lanza prediciendo la inflación en la década de 1980, durante la que se equivocó profunda y frecuentemente".

En 2004, el Informe Económico del Presidente, escrito por los muy conservadores economistas del Gobierno de Bush, podía no obstante hacer la altamente antimonetarista declaración de que "una política monetaria audaz", no estable ni constante, sino audaz, "puede reducir la profundidad de una recesión".

Ahora, unas palabras sobre Japón. Durante la década de 1990, Japón experimentó una especie de reproducción a pequeña escala de la Gran Depresión. La tasa de desempleo nunca llegó a los niveles de la Depresión, gracias a un enorme gasto en obras públicas que hizo que cada año Japón, con menos de la mitad de población, vertiese más cemento que Estados Unidos. Pero las condiciones de tipos de interés muy bajos que se dieron en la Gran Depresión reaparecieron con fuerza. Hacia 1998, el tipo del dinero a la vista, los tipos de los préstamos a un día entre bancos, era literalmente cero.

Y en esas condiciones, la política monetaria resultó tan ineficaz como Keynes había afirmado que lo fue en los años treinta. El Banco de Japón, el equivalente japonés a la Reserva Federal, podía aumentar la base monetaria, y lo hizo. Pero los yenes añadidos se guardaban, no se gastaban. Los únicos bienes de consumo duradero que se vendían bien, me dijeron por aquel entonces algunos economistas japoneses, eran las cajas fuertes. De hecho, el Banco de Japón se vio incapaz siquiera de aumentar la oferta monetaria tanto como deseaba. Puso en circulación enormes cantidades de efectivo, pero las medidas más generales de oferta monetaria crecieron muy poco. Por fin, hace dos años, iniciaba una recuperación económica, impulsada por una recuperación de la inversión empresarial para aprovechar las nuevas oportunidades tecnológicas. Pero la política monetaria nunca consiguió arrancar.

En efecto, Japón en los años noventa brindó una nueva oportunidad para poner a prueba las opiniones de Friedman y Keynes respecto a la eficacia de la política monetaria en condiciones de depresión. Y claramente los resultados respaldaban el pesimismo de Keynes y no el optimismo de Friedman.

En 1946, Milton Friedman debutó como divulgador de la economía del libre mercado con un panfleto titulado Roofs or Ceilings: The Current Housing Problema [Tejados o techos: el actual problema de la vivienda], escrito en colaboración con George J. Stigler, que más tarde se uniría a él en la Universidad de Chicago. El panfleto, un ataque contra el control de los alquileres, que todavía era universal inmediatamente después de la II Guerra Mundial, se publicó en circunstancias bastante extrañas: era una publicación de la Fundación para la Educación Económica, organización que, como Rick Perlstein escribe en Before the Storm (2001), su libro sobre los orígenes del movimiento conservador actual, "difundía un evangelio libertario tan drástico que rondaba el anarquismo". Robert Welch, fundador de la John Birch Society, era miembro de su consejo directivo. Esta primera aventura en la popularización del libre mercado anticipaba de dos maneras el curso de la evolución de Friedman como intelectual público a lo largo de las seis décadas siguientes.

En primer lugar, el panfleto demostraba la especial voluntad de Friedman de llevar las ideas del libre mercado hasta sus límites lógicos. Ni la idea de que los mercados son medios eficientes de asignar bienes escasos ni la propuesta de que los controles de precios crean escaseces e ineficacias eran nuevas. Pero muchos economistas, temiendo la reacción negativa contra una subida repentina de los alquileres (que Friedman y Stigler predecían que sería del 30% para el país en su conjunto), podrían haber propuesto una especie de transición gradual a la liberalización. Friedman y Stigler quitaban hierro a esas preocupaciones.

En décadas posteriores, esta tozudez se convertiría en uno de los sellos característicos de Friedman. Una y otra vez pedía soluciones de mercado a problemas -educación, atención sanitaria, tráfico de drogas ilegales- que en opinión de casi todos los demás exigían una intervención estatal extensa. Algunas de sus ideas han sido objeto de aceptación generalizada, como sustituir las normas rígidas sobre contaminación por un sistema de permisos de contaminación que las empresas pueden comprar y vender. Otras, como los cheques escolares, tienen un amplio respaldo en el movimiento conservador, pero no han avanzado mucho políticamente. Y algunas de sus propuestas, como eliminar los procedimientos de concesión de licencia para los médicos y abolir la Administración de Alimentos y Medicamentos, las consideran estrambóticas incluso la mayoría de los conservadores.

En segundo lugar, el panfleto demostraba lo bueno que Friedman era como divulgador. Está escrito de manera elegante y sagaz. No hay jerga; los argumentos se presentan con ejemplos del mundo real inteligentemente escogidos, desde la rápida recuperación de San Francisco tras el terremoto de 1906 hasta los problemas de un ex combatiente en 1946, recién licenciado del ejército, para encontrar un lugar decente donde vivir. El mismo estilo, mejorado por la imagen, marcaría la celebrada serie televisiva de Friedman en la década de 1980 Free to choose [Libre para elegir].

Hay muchas probabilidades de que la gran oscilación hacia las políticas liberales que se produjeron en todo el mundo a comienzos de la década de 1970 se hubiera dado aunque Milton Friedman no hubiese existido. Pero su incansable y brillantemente eficaz campaña a favor de los libres mercados seguramente ayudó a acelerar el proceso, tanto en Estados Unidos como en todo el mundo. Desde cualquier punto de vista -proteccionismo frente a libre comercio; reglamentación frente a liberalización; salarios establecidos mediante convenio colectivo y salarios mínimos obligatorios frente a salarios establecidos por el mercado-, el mundo ha avanzado en la misma dirección que Friedman. E incluso más llamativa que su logro en lo referente a los cambios de la política real ha sido la transformación de la opinión general: la mayoría de las personas influyentes se han convertido hasta tal punto al modo de pensar de Friedman que simplemente se da por sentado que el cambio de políticas económicas promovido por él ha sido una fuerza positiva. ¿Pero lo ha sido?

Consideremos en primer lugar los resultados macroeconómicos de la economía estadounidense. Tenemos datos de la renta real -es decir, teniendo en cuenta la inflación- de las familias estadounidenses entre 1947 y 2005. Durante la primera mitad de ese periodo de 55 años, desde 1947 hasta 1976, Milton Friedman era una voz que predicaba en el desierto, cuyas ideas no eran tenidas en cuenta por los políticos. Pero la economía, a pesar de todas las ineficacias que él denunciaba, mejoró enormemente el nivel de vida de la mayoría de los estadounidenses: la renta media real se duplicó con creces. Por contraste, en el periodo transcurrido desde 1976, las ideas de Friedman se han ido aceptando cada vez más; aunque siguió habiendo intervención pública de sobra para que él pudiera quejarse, no cabe duda de que las políticas de libre mercado se generalizaron mucho más. Pero el aumento del nivel de vida ha sido mucho menos fuerte que durante el periodo anterior: en 2005, la renta media real sólo era un 23% superior a la de 1976.

Parte de la razón de que a la segunda generación de posguerra no le fuese tan bien como a la primera era la tasa total de crecimiento económico más lenta, un hecho que tal vez sorprenda a quienes suponen que la tendencia hacia el libre mercado ha aportado mayores dividendos económicos. Pero otra razón importante del retraso en el nivel de vida de la mayoría de las familias es un incremento espectacular de la desigualdad económica: durante la primera generación de posguerra, el aumento de la renta se extendió ampliamente a toda la población, pero desde finales de la década de 1970, la mediana de la renta, la renta de la familia típica, sólo ha subido la tercera parte de la renta media, que incluye la gran subida experimentada por las rentas de la pequeña minoría situada en lo más alto de la pirámide.

Esto plantea una cuestión interesante. Milton Friedman solía asegurar a su público que no hacía falta ninguna institución especial, como el salario mínimo y los sindicatos, para garantizar que los trabajadores compartiesen los beneficios del crecimiento económico. En 1976 les decía a los lectores de Newsweek que los cuentos de los perjuicios causados por los barones ladrones eran puro mito:

"Probablemente no haya habido ningún otro periodo en la historia, en este o en cualquier otro país, en el que el hombre de a pie haya experimentado una mejora tan grande de su nivel de vida como en el periodo transcurrido entre la guerra civil y la I Guerra Mundial, cuando más fuerte era el individualismo desenfrenado".

(¿Y qué hay del extraordinario periodo de 30 años posterior a la II Guerra Mundial, que abarcó buena parte de la trayectoria profesional del propio Friedman?). Sin embargo, en las décadas que siguieron a ese pronunciamiento, mientras se permitía que el salario mínimo cayese por debajo de la inflación y los sindicatos desaparecían en gran medida como factor importante en el sector privado, los trabajadores estadounidenses veían cómo sus fortunas iban a la zaga del crecimiento de la economía en general. ¿Era Friedman demasiado optimista respecto a la generosidad de la mano invisible?

Para ser justos, hay muchos factores que afectan tanto al crecimiento económico como a la distribución de la renta, por lo que no podemos culpar a las políticas friedmanistas de todas las decepciones. Aun así, dada la suposición común de que el cambio a las políticas de libre mercado ha hecho grandes cosas por la economía estadounidense y por el nivel de vida de los estadounidenses corrientes, es asombroso el poco respaldo que los datos proporcionan a esa afirmación.

Dudas similares respecto a la falta de pruebas claras de que las ideas de Friedman funcionan de hecho en la práctica se pueden encontrar, todavía con más fuerza, en Latinoamérica. Hace una década era normal citar el éxito de la economía chilena, en la que los asesores de Augusto Pinochet, educados en Chicago, se habían pasado a las políticas del libre mercado después de que Pinochet se hiciera con el poder en 1973, como prueba de que las políticas inspiradas por Friedman mostraban la senda hacia un próspero desarrollo económico. Pero aunque otros países latinoamericanos, desde México hasta Argentina, han seguido el ejemplo de Chile en la liberación del comercio, la privatización de empresas y la liberalización, la historia de éxito chilena no se ha repetido.

Por el contrario, la percepción de la mayoría de los latinoamericanos es que las políticas neoliberales han sido un fracaso: el prometido despegue del crecimiento económico nunca llegó, mientras que la desigualdad de la renta ha empeorado. No quiero culpar de todo lo que ha salido mal en Latinoamérica a la Escuela de Chicago, ni idealizar lo sucedido antes, pero hay un asombroso contraste entre la percepción que Friedman defendía y los resultados reales de las economías que se pasaron de las políticas intervencionistas de las primeras décadas de posguerra a la liberalización.

Centrándonos más estrictamente en el tema, uno de los principales objetivos de Friedman era la, en su opinión, inutilidad y naturaleza contraproducente de la mayor parte de la reglamentación pública. En una necrológica para su colaborador George Stigler, Friedman elogiaba en concreto la crítica de Stigler a la normativa sobre la electricidad, y su argumento de que los reguladores normalmente acaban sirviendo a los intereses de los regulados y no a los de los ciudadanos. ¿Cómo ha funcionado entonces la liberalización?

Empezó bien, comenzando con la liberalización del transporte por carretera y de las aerolíneas a finales de la década de 1970. En ambos casos, la liberalización, aunque no contentó a todos, aumentó la competencia, en general bajó los precios, y aumentó la eficacia. La liberalización del gas natural también fue un éxito.

Pero la siguiente gran oleada de liberalización, la del sector eléctrico, fue otra historia. Al igual que la depresión japonesa de la década de 1990, demostraba que las preocupaciones keynesianas por la eficacia de la política monetaria no eran un mito; la crisis de la electricidad en California en 2000 y 2001 -en la que las compañías eléctricas y las distribuidoras de energía crearon una escasez artificial para hacer subir los precios- nos recordó la realidad que había tras los cuentos de los barones ladrones y sus depredaciones. Aunque otros Estados no sufrieron una crisis tan grave como la de California, en todo el país la liberalización de la electricidad supuso un aumento, no una disminución, de los precios, y unos beneficios enormes para las compañías eléctricas.

Aquellos Estados que, por la razón que fuera, no se subieron al vagón de la liberalización en la década de 1990 se consideran ahora afortunados. Y las más afortunadas son aquellas ciudades que por algún motivo no recibieron el memorando sobre los males del sector público y las bondades del sector privado, y siguen teniendo compañías eléctricas públicas. Todo esto demuestra que los argumentos originales a favor de la reglamentación eléctrica -la observación de que sin reglamentación las compañías eléctricas tendrían demasiado poder monopolístico- siguen siendo tan válidos como siempre.

¿Debería esto llevarnos a la conclusión de que la liberalización es siempre mala idea? No. Depende de los detalles específicos. Deducir que la liberalización es siempre y en todas partes una mala idea sería incurrir en el mismo tipo de pensamiento absolutista que, se podría decir, fue el mayor defecto de Milton Friedman.

En la reseña de 1965 sobre Monetary history, de Friedman y Schwartz, el fallecido premio Nobel James Tobin acusaba levemente a los autores de ir demasiado lejos. "Considérense las siguientes tres proposiciones", escribía. "El dinero no importa. Sí que importa. El dinero es lo único que importa. Es demasiado fácil deslizarse de la segunda proposición a la tercera". Y añadía que "en su celo y euforia", eso es lo que muy a menudo hacían Friedman y sus seguidores.

La defensa del laissez-faire por parte de Milton Friedman parece haber seguido una secuencia similar. Después de la Gran Depresión, muchos empezaron a decir que los mercados nunca pueden funcionar. Friedman tuvo la valentía intelectual de decir que los mercados sí funcionan, y sus dotes teatrales, unidas a su habilidad para organizar datos objetivos, lo convirtieron en el mejor portavoz de las virtudes del libre mercado desde Adam Smith. Pero caía con demasiada facilidad en la afirmación de que los mercados siempre funcionan y que son lo único que funciona. Es extremadamente difícil encontrar casos en los que Friedman reconociese la posibilidad de que los mercados pudieran funcionar mal, o de que la intervención pública podía ser útil.

El absolutismo liberal de Friedman ha contribuido a crear un clima intelectual en el que la fe en los mercados y el desdén por el sector público a menudo se imponen a los datos objetivos. Los países en vías de desarrollo se apresuraron a abrir sus mercados de capitales, a pesar de las advertencias de que eso podría exponerlos a crisis financieras; después, cuando las crisis llegaron como era previsible, muchos observadores culparon a los Gobiernos de esos países, no a la inestabilidad de los flujos de capital internacionales. La liberalización de la electricidad se produjo a pesar de las claras advertencias de que el poder de monopolio podría ser un problema; de hecho, al tiempo que la crisis de la electricidad en California seguía su evolución, la mayoría de los analistas quitaban importancia a las preocupaciones por el posible amaño de los precios alegando que no eran más que teorías de conspiración descabelladas. Los conservadores siguen insistiendo en que el libre mercado es la respuesta a la crisis sanitaria, frente a las abrumadoras pruebas en contra.

Lo extraño del absolutismo de Friedman respecto a las virtudes de los mercados y los vicios del Estado es que en su trabajo como economista teórico era de hecho un modelo de comedimiento. Como ya he señalado, hizo grandes contribuciones a la teoría económica al resaltar la importancia de la racionalidad individual, pero, a diferencia de algunos de sus colegas, sabía cuándo parar. ¿Por qué no mostró el mismo comedimiento en su papel de intelectual público?

La respuesta, sospecho, es que se vio atrapado en una función esencialmente política. Milton Friedman, el gran economista, sabía reconocer la ambigüedad y la reconocía. Pero de Milton Friedman, el gran defensor de la libertad de mercado, se esperaba que predicase la verdadera fe, no que manifestase sus dudas. Y acabó desempeñando la función que sus seguidores esperaban. A consecuencia de ello, la refrescante iconoclasia de los primeros años de su carrera se convirtió con el tiempo en una rígida defensa de algo que se había convertido en la nueva ortodoxia.

A la larga, a los grandes hombres se les recuerda por sus virtudes y no por sus defectos, y Milton Friedman fue de hecho un hombre muy grande, un hombre de valentía intelectual que fue uno de los pensadores económicos más importantes de todos los tiempos, y posiblemente el más brillante comunicador de las ideas económicas a los ciudadanos en general que jamás haya existido. Pero hay buenas razones para sostener que el friedmanismo, al final, fue demasiado lejos, como doctrina y en sus aplicaciones prácticas. Cuando Friedman inició su trayectoria como intelectual público, había llegado la hora de llevar a cabo una contrarreforma contra el keynesianismo, y todo lo que eso conllevaba. Pero lo que el mundo necesita ahora, diría yo, es una contra-contrarreforma.


*Paul Krugman es profesor de Economía en la Universidad de Princeton y premio Nobel de Economía 2008

jueves, 4 de junio de 2009

Y en eso se fue Fidel

*PASCUAL SERRANO
02 ene 2008

Si hace 17 meses, cuando el presidente cubano Fidel Castro se retiró por problemas de salud de la primera línea política, hubieran preguntado a los españoles cuál sería la situación de Cuba al comienzo de 2008, pocos hubieran afirmado que la normalidad y la institucionalidad sería absoluta. Esto no quiere decir que lo sucedido –o no sucedido– en Cuba haya sido algo imprevisto o sorprendente, sino que es una muestra del desconocimiento y desinformación que sufre la comunidad internacional sobre la realidad cubana.

Llevamos décadas escuchando la inminencia del derrumbe del socialismo cubano, de un levantamiento popular contra sus gobernantes o de una desesperación ciudadana insostenible. Sin embargo, desde la enfermedad que obligó a Fidel Castro a delegar sus responsabilidades de jefe de Estado, todos los miembros del gobierno han trabajado con normalidad, el parlamento se ha reunido regularmente, en octubre se celebraron sin incidentes y sin abstención las dos vueltas de sus elecciones locales, y en enero habrá elecciones legislativas. En cambio, en Bélgica, aquí al lado, sin que los medios y analistas hayan comentado tanto, han estado seis meses sin gobierno y ahora están con uno interino. En Cuba ninguna de las previsiones agoreras de desestabilización, crisis de balseros o manifestaciones en el malecón se ha cumplido. La obsesión de algunos por presentar un país sin institucionalidad ha sido tan demente que se ha llegado a pronunciar la Audiencia Nacional española sobre si en estos momentos Fidel Castro era o no jefe de Estado, un despropósito de injerencia y soberbia que sólo puede despertar lógica indignación al otro lado del Atlántico.

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Cuba ha asistido a una impecable institucionalidad, su presidente delega su cargo por razones de salud, se le reserva la competencia como asesor temporal en la medida en que su enfermedad se lo permita y se le sustituye por el primer vicepresidente, Raúl Castro, en torno al cual se aglutinan los principales altos cargos del gobierno. Ahora, el 20 de enero, habrá elecciones al Parlamento y se sabe que Fidel será candidato, lo cual indica que se le tiene en consideración para la política cubana, como no podría de ser de otra forma. Y mientras tanto, en Cuba se discute y se debate sobre sus problemas, miles de reuniones de base del Partido Comunista han generado casi dos millones de propuestas que deberán ser atendidas por los responsables oportunos. En estos días, diez Comisiones de Trabajo del Parlamento analizaron y debatieron los principales temas económicos y presupuestarios del país. La producción y distribución de alimentos, la eficiencia, la productividad y la disciplina laboral, la situación energética será abordada sin la presencia de Fidel Castro, en un ejemplo de normalidad política.

Mientras algunos continúan con su ensoñación de desestabilización para Cuba, el país ha logrado producir la mitad del combustible que consume, su histórica pesadilla económica. Su relación comercial con la región no tiene precedentes: a través de Petrocaribe, el ALBA, misiones educativas y sanitarias internacionales, acuerdos bilaterales con numerosos países, etc… En política exterior, su denuncia del bloqueo de Estados Unidos ha alcanzado el máximo apoyo en la historia de una votación en la Asamblea General de la ONU.

Cuba ha sido el país víctima durante más tiempo de la mentira y sobre el que más se nos ha estado engañando. Donde dicen que hay represión y nunca se ha visto a la policía cargar contra una manifestación, donde muchos opositores viven mejor que los ministros, donde se afirma que Internet está prohibido pero lo utilizan gratis en el trabajo todos los estudiantes, los profesores, los médicos, los periodistas… El país al que acusan de estar gobernado por unos dinosaurios comunistas pero su mayor cargo diplomático tiene 44 años, donde dicen que no hay elecciones pero votan voluntariamente y mediante voto secreto el 96 por ciento de los cubanos.

Por supuesto Cuba tiene muchos problemas, incertidumbres y necesidad de cambios. Se trata principalmente de la vivienda, el transporte y la mejora de la producción alimentaria para su población. Pero lo sugerente es que son problemas que ya se vislumbran más fácil de resolver en el socialismo que en el capitalismo. En vivienda la solución es construir, mientras que en España, el mercado no lo resuelve teniendo dos millones de casas vacías. El transporte es más fácil solucionarlo en La Habana mediante una buena red de autobuses, o tranvías, que en ciudades colapsadas como Caracas o México D.F. Y en alimentación, el reto es comenzar a producir en la mitad de las tierras cultivables que se tienen ociosas. Es verdad que también hay problemas de ineficiencia y corrupción, pero en Cuba ninguna persona se embolsa millones de dólares recalificando terrenos como en España, y ningún ministro gasta 150.000 euros en viajes en aviones privados ni 183.000 en protocolo, como hizo Eduardo Zaplana según revela el periodista Alfredo Grimaldos en su último libro. Convencer a los ciudadanos para que trabajen eficazmente en el socialismo no es fácil, en el capitalismo basta con matar de hambre a quienes no lo hagan, por eso uno de los retos de Cuba es encontrar los mecanismos de incentivación que no generen desigualdades insultantes e intolerables. Esa discusión tampoco se ha evitado, Raúl Castro lo abordó claramente en su discurso del pasado 26 de julio.

Pero lo más indignante para todos los que están obsesionados con derrocar el socialismo cubano y comenzar el saqueo es que todo está sucediendo con Fidel Castro entre bambalinas. Se equivocaron durante décadas planificando la ausencia de Castro y se han vuelto a equivocar ahora que la naturaleza lo ha apartado de la jefatura del gobierno. Son tantas las mentiras sobre Cuba que hasta los mentirosos se las creyeron y ahora no entienden nada.


*Pascual Serrano es periodista. Su último libro es Perlas 2. Patrañas, disparates y trapacerías de los medios de comunicación

lunes, 1 de junio de 2009

Entrevista a Noam Chomsky